lunes, 9 de junio de 2008

Entrada especial: "El Arte de Enseñar".

Entrada número 100
Sucede que a veces nos cansamos de nosotros mismos, nos quedamos pensando eternamente en un sin fin de ideas. Somos casi que seres inmortales.
Saber no es lo mismo que actuar. . .
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El Arte de Enseñar

Encontrarme sentada día a día frente a éste escritorio y sólo pararme para jugar con niños ha sido siempre algo por lo que he soñado. Es decir, ¿Quién no desea tener la opción de ser una maestra infantil toda la vida? Sobre todo cuando uno de los placeres malditos que ésta persona tenga sea la de amasar a la gente. ¿Qué a que me refiero? Es simple, en realidad, más simple de lo que la gente piensa.

Siempre he tenido una especie de obsesión por amar a la gente pequeña, es más, desde niña era yo quien cuidaba de mis hermanos menores, luego de mis primos y finalmente de mis sobrinos. Era la primera en ofrecerse a trabajar de niñera cuando alguien lo necesitaba, y como nunca nadie había salido lastimado, contaba con la confianza eterna de todos mis conocidos. Fue así como decidí mi vocación de Parvularia.

Estudié en una universidad del tipo conservadora, dónde me entregaron las armas para cuidar y enseñar a la vez a estos seres a los que amaba. Mas, había algo que jamás me dijeron. Nunca me hablaron de la posibilidad de que comenzara a sentir algo especial por alguno de ellos. Y eso, fue exactamente lo que me sucedió. Comencé a enamorarme de uno de mis alumnos, uno de los pequeños hijos que atendía.

Las instrucciones que me dieron no fueron las adecuadas para superar este problema que me acechaba. Era algo que simplemente no podía suceder, no estaba escrito en ningún lugar que una situación como tal fuera factible. Sin embargo, así estaba sucediendo y no había nada que hacer. Sólo aceptarlo e intentar escapar de estos sentimientos que me atacaban día y noche sin parar, sin cesar. Estos sentimientos que no me dejaban dormir, que interrumpían mis sueños haciéndome sudar y sentir escalofríos sin poder calmarme.

Era algo extraño, mi cuerpo se revolucionaba completamente al momento de sentir su nombre. Bastaba escuchar sus iniciales para comenzar a temblar y sudar; recordar sueños e imaginaciones; nada podía hacer que dejara de pensar. Recuerdo un día en particular en que su madre se atrasó y me quedé con él hasta tarde completamente sola. Todas mis compañeras de trabajo se habían horas atrás, pero yo no podía, no debía dejarlo solo, a pesar de la tentación que me invadía el estar en esa situación. Sin embargo, logré controlarme, a pesar de tener sus manitos tan cerca de mí, a pesar de haber podido cumplir mis fantasías me contuve, y me siento orgullosa de eso, fue más fuerte de lo que jamás pensé que lo sería.

Tuve que controlar mis instintos, no era posible que una mujer como yo, educada en un colegio católico sintiera éste tipo de cosas. A los dos meses de comenzar a sentir esto le pedí a su madre que lo cambiara de Jardín, que el nuestro no era el adecuado para él y que por ende, sería mejor que se fuera a otro. Así lo hizo y no lo volví a ver en años.

Los años pasaron, yo seguía trabajando en el mismo jardín cuando un señor, vino a dejar unos papeles a mi mesa. Eran los informes de matrícula de un niño; un niño que se llamaba de la misma manera en que lo hacía aquél, ese niño que tantos sentimientos encontrados me había hecho sentir. Pregunté que quien era el padre y me respondió que él mismo. Era él mismo niño que me había hecho pecar en pensamiento, por él que había llegado a cometer las más grandes faltas a la moral sicológica que una persona podría cometer. Lo miré, me miró. Lo reconocí, me reconoció.

No hubo nada que hacer; nada de lo que intentáramos podría haber cambiado el curso de ésta historia. Estaba escrito en los designios del destino que yo, éste joven veinte años menor que yo. Pero no me arrepiento. Al fin y al cabo, él me buscó, él quiso que todo pasara. No fue obra mía, fue mutua. Ambos nos dejamos llevar por éste mar de pasión que nos llevó al caos. Sentí como sus manos tocaban mi cuerpo y me hacían sentir como nunca antes me había sentido (No me malinterpreten, había tenido amantes anteriores, pero él, fue una cosa especial). Lo hicimos ahí mismo, en la mesa donde, años atrás él se había sentado. Lo recordaba todo. Tenía una memoria que me sorprendía, no había ningún detalle que hubiera olvidado.

Estábamos solos. Por suerte, nadie podía interrumpirlos, mas el destino quiso que la mala suerte cayera sobre mí, y a decir verdad, todo lo que estaba sucediendo era demasiado idílico para ser verdad, tenía que haber alguna trampa. Y la había, el problema fue no darme cuenta a tiempo para evitar mi caída. Tal vez, de haberlo notado, me habría salvado, pero no hubo opción.

“Miriam”, dijo, “tengo algo que contarte”. Sus palabras sonaban como ecos en una cueva húmeda. “No hay nada que haya olvidado. Ni siquiera cuando nos quedamos esa tarde solos”. No podía ser que lo recordara, era sólo un mero detalle de su existencia, hasta yo lo había olvidado (Tal vez lo había hecho voluntariamente). “Recuerdo escucharte detrás de la puerta. Recuerdo aprender de ti el arte de amasar a la gente”. En ese minuto mi mundo se volteó ¿Cómo podía saber eso, a esa hora su madre ya lo había pasado a buscar? ¿O acaso me había mentido? “Todo lo que acabas de hacer, Miriam, es firmar tu sentencia de muerte”.

No te pido que me entiendas. Sólo te pido que te des cuenta de que las personas no somos perfectas y que de repente podemos caer en errores de los que nos arrepintamos toda la vida. O, incluso, más allá de la vida.


FIN
PD: A una persona especial => J. M.